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«Antes no era así». Loris pronuncia la frase sin girarse. Apoya las palabras de golpe sobre la barra, rompiendo el silencio, hasta aquel momento imperturbable, de una partida de Maraffone. El Bar Piazza se llena de repente con figuras bañadas y que blasfeman: jóvenes de la caravana, trabajadores del Giro, periodistas, conductores… todos unidos por la fuga, marchándose de la carrera. Demasiada lluvia, inesperada. Un'era acsé una vòlta («antes no era así»), dice Loris, un laberinto de capilares en la nariz y dos ojos azules que se agitan y que cuentan los muchos días del calendario que han volado sobre la misma mesa, con los mismos compañeros, la misma baraja de cartas romañolas. Para entender los cambios climáticos sirven también las barras de los bares de provincia y sus base de datos de miradas.

«Antes —explica Loris, resignado, muy a su pesar, a perder esta partida también— no caía toda esta agua. En verano había temporales, pero en primavera esto nunca se vio. Ahora sí, pero ahora ya no se entiende nada». No se entiende nada en el murmullo del Bar Piazza, tampoco el grupo entiende mucho, que por mucho que tenga sus meteorólogos sigue esperando que las cosas vayan como «antes». Como esta mañana, cuando el mar de Cesenatico era una extensión plana que reflejaba un cielo azul sucio y un sol indeciso. Decisión que no falta en absoluto a los cazadores de fugas, a los que barajan cartas: y quién sabe qué carta saldrá. Son 9 al principio del paso Ciola. Los guían Neilandts y Hänninen frenéticos; después están Tratnik, Zaccanti, Maté, Mäder, Frapporti, Conti y Arndt. Podría parecer un movimiento usual, si no fuera que bajando hacia Mercato Saraceno el cielo cambia de tonalidad: antes plomizo, después purpúreo. Ni el tiempo de darse cuenta de las primeras gotas que ya se convierten en aguacero. El coco de la subida a Barbotto se convierte en monstruo: en los tramos al 18% los ciclistas parecen salmones que remontan un riachuelo de montaña.

Y delante de todo, delante del grupo, delante de la fuga, enloquece el frenesí con el que los aficionados buscan amparo: un cobijo, un balcón, un bar. A pesar de la molestia del ruido inesperado, en la mesa del Bar Piazza se sigue jugando. Ignoran, como casi todos los presentes, que también en la calle se está desarrollando una extraña partida de cartas. Escondidos bajo chubasqueros todos iguales, con las gafas empañadas, los corredores intentan comprender qué está pasando. Delante del bar la carrera es como una baraja de cartas desparramadas por manos demasiado nerviosas. Delante hay 23, que en Perticara se sumarán a los 9 delanteros, llegando a ser poco menos de un quinto de todos los participantes: más que una fuga es un subgrupo. Están casi todos los equipos, entre ellos la Trek de Nibali, hacia el cual convergen las miradas de lo que queda del pelotón. Dicen que el Marafon, il Marraffone, es el juego de cartas nacional de Romaña, sin duda es el único admitido en el bar de Sogliano al Rubicone, donde se empieza a media mañana y se sigue hasta el cierre, despreocupados de la carrera y de la lluvia. Con el pasar de las horas y de los vasos, las partidas pueden ponerse muy tensas, tanto que en el silencio fantasmal sólo resuenan tres palabras: böss, strèss, vòl (envido, se ve, paso). Pero en esta tarde de mayo el Giro lo ha cambiado todo: el Bar Piazza es una avalancha de voces y gritos, el grupo está enmudecido. Fugados y atacantes tratan de enseñar las cartas a los aliados y de esconderlas a los rivales. Nadie tiene ganas de estar al aire libre cuando hay sopa de agua y hace un frío otoñal. Nadie en el grupo, porque en la fuga, en cambio, todos están de acuerdo. «Antes no era así»; antes los sheriffs habrían impuesto su ley y todo se habría compactado de nuevo sin dramas. Pero hoy los sheriffs tienen la pólvora mojada, el Giro todavía es largo y todos esperan que sea el maillot rosa el que haga su jugada. Si no fuera porque la cara de Nibali más que rosa está burdeos: las facciones están arrugadas como las manos de los niños tras una tarde en el mar, y la larga ascensión hacia Perticara se convierte en un extenuante juego de miradas entre enamorados indecisos. «¿Tiro yo? No, venga, tira tú primero». Nibali querría decir: vol, es decir, «paso, no tengo». En cambio Tim Wellens, el mejor clasificado de la fuga, intercambia gestos de complicidad con su compañero De Gendt.

Susurra: böss!, «¡envido!, quiero lo mejor», y se refiere a la maglia rosa, especialmente cuando descubre que la ventaja en la Madonna di Pugliano ha superado los 10’. A estos dos les responden soñadores y outsiders (Bilbao, Betancur, Kangert) con un firme: Strèss!, «se ve, todavía tenemos». Entretanto, a sus espaldas, el grupo acelera a medida que el cielo gris se abre y deja espacio al sol menguante. Es solo cerca de San Giovanni in Galilea cuando los apóstoles de la fuga rompen la armonía. Ataca Gino Mäder, corredor de pista suizo, de veintitrés años, enamorado de las fugas. Contraataca James Mitri, y se ponen a su rueda Simon Pellaud y Jaakko Hänninen. Un instante de incertidumbre y el mar ya está en el horizonte. Mitri se rinde y quedan dos: el finlandés de Francia y el suizo de Colombia. Un esprint sin historia premia a Pellaud, explorador que ha elegido el ciclismo para descubrir el Mundo. Sin equipo en 2016, se va al otro lado del océano, Estados Unidos primero, luego Colombia. Sobre las montañas de Medellín se construye una casita de madera que se convierte en su campamento base desde el que salir para competir en los rincones más curiosos de los cinco continentes, hasta aquí, al triunfo más importante de la carrera de un ciclista. Casi diez minutos más tarde, mientras el sol pinta de rojo el acuciante plaf plaf de las olas, el pelotón cruza la meta repleto de caras atontadas: es una mano perdida, pero las cartas importantes siguen todas en su sitio. Y bien, de la baraja desordenada en las colinas de Romaña ha salido un Giro nuevo que, como las hazañas de Marco Pantani, hijo de estas carreteras y de estos ascensos, bulle de vida. Una vida que es transformación, que es poder decir cada día satisfechos que «antes no era así».

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Este maillot será firmado por el ganador de la etapa y subastado por beneficencia al final del Senzagiro. Design hecho por Fergus Niland, director creativo de Santini Cycling Wear, y dibujado por el ilustrador Francesco Chiacchio.

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