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«¡Caaapiiitán!... ¡TRINACRIA!...». Esto es lo que debió gritar el ordenanza al divisar la isla. En realidad no, pero nos gusta imaginar que el desembarco fue así. Es más, los desembarcos: fenicios, pelasgos, minoicos, griegos, cartagineses, bizantinos, árabes, normandos, suevos, franceses, aragoneses, españoles, austríacos. Solo han faltado los klingon y los meganoides, hasta el punto de que si preguntas a un viejo indígena por el “desembarco de Sicilia” te contesta: «¿cuál, Vuestra excelencia?». Etnias, idiomas, religiones, gastronomías, culturas que se sucedieron durante siglos para enriquecer esta ya floreciente tierra que tendría que derrochar orgullo por sus maravillas y que en cambio, tan a menudo, se sonroja de vergüenza.

Hoy quien desembarca en Sicilia es otro pueblo, el del ciclismo, no hay una flota sino una caravana, la del Giro de Italia, que no llega a bordo de trirremes griegos, ni de knarr vikingos, sino de bicicletas de carrera, viajando sobre carbono y no sobre madera, para competir a partir de esta etapa que atraviesa tres provincias y tres milenios de historia, de los sicanos a la Unión Europea. Se empieza en Monreale, donde el Cristo nos recuerda algo que nos cuesta identificar cuando, desde el ábside de la Catedral, abre los brazos y no se entiende si para abrazar el pelotón o igual para desatarlo: «¡Id y pedalead!». Una vez validada la estampilla gitana, el Giro de Italia puede empezar. El Tiburón y el Hombre del Molino se espían, Froome, con actitud defensiva, sigue rueda y marca al hombre pensando en el Etna, Super Peto todavía se lame las heridas de Györ, Andersen teme que su cuento de hadas termine, Campenaerts no quiere tocar la última vuelta. El joven Evenepoel tiene un talento de oro puro, como las hojas de oro que llenan las acanaladuras de las columnas de la Catedral y que algunos turistas de silla eléctrica intentan despegar con un sacapuntas; él no quiere sufrir el mismo destino, sueña con la troleada pero teme la represalia de los viejos filibusteros. Toda la envidia es de Ciccone que muerde el freno aunque tiene que doblegarse ante las órdenes de equipo.

Así, entre miradas cruzadas y silencios difundidos se alcanza Campofelice. Mientras desfilan entre los demás Dumoulin, Bardet y Démare, las cámaras enfocan una pastelería de la que se nos ha olvidado el nombre y que llamaremos convencionalmente #nosolocannoli: muros de cassatiedde, cronoescaladas de cuciddati, madison entre pistachos y almendras, orgasmos de frutta martorana ¡y las viennesi!...que de Viena no son, pero aquí se llaman así en homenaje a los Austrias, y que otorgan al desayuno matutino una dimensión entre el esotérico y el apotropaico para exorcizar el granizado de fresa con nata (que algunos criminales reclaman patrimonio de la humanidad mientras debería prohibirse por ley por la adicción que provoca). Y los franceses paolocontianamente se cabrean por la escuela de pastelería más grande del mundo que —como cuando los ingleses rechazaban jugar el mundial de fútbol, afirmando que los maestros no deberían rebajarse al enfrentamiento a los alumnos— no acepta embajadas de un continente en el que para vender el helado lo mide en bolitas. Justo después de Vicari, Majka avanza en la ascensión, lo persigue López permitiendo la entrada de Fuglsang que inmediatamente se pone a rueda. Siguen Ciccone lanzado por Nibali, Evenepoel que tiene algo que enseñar, unos cuantos buñuelos surtidos. Los mejores ciclistas dejan hacer porque al fin y al cabo el camino es muy largo, en Lercara Friddi el polaco baja la pendiente primero y se lleva detrás a la banda improvisada. Cuando empieza el descenso, lo más difícil es no dejarse distraer por el paisaje, hay una carrera en la que pensar y una pequeña fuga que recuperar. En Castel Termini el grupo gana terreno, ahora se le divisa al fondo de la carretera. Evenepoel vuelve a partir, solo lo siguen Fuglsang, Maika y López.

Está a punto de empezar la ascensión hacia el Valle de los Templos, legado helénico que lleva directamente a aquellos mediterráneos que inventaron el deporte; y es mirándolos a ellos que hemos cambiado la idea del mismo como un término medio entre el arte de la guerra y el baile, una disciplina noble aunque profana con la que se pueden mostrar valores y virtudes mediante elegantes gestos técnicos (por eso durante las Olimpiadas no se representaban batallas ni espectáculos: ¡no hacía falta!). Aquí Evenepoel decide que la compañía es agradable, pero que él tiene cosas que hacer allá encima, se despide de todos y se va. De pie sobre la bicicleta, tic-tac tic-tac, saltando de un lado a otro de la bici perpendicular a la calle como una placa, sube como un rebeco. El grupo de los segundos mientras tanto es fastidiado por el pelotón que se disgrega persiguiendo a Enevepoel, al que le chupa arena de la bombilla del reloj. Formolo se retrasa, Froome pedalea a duras penas, Nibali aguanta alcanzando a Ciccone en la carretera. El belga ve cómo se reduce buena parte de su ventaja —que al final será de media bombilla para alcanzar la maglia rosa que vuelve a Nibali por pocos granitos—, pero cruza la meta abriendo los brazos en la más clásica de las llegadas en solitario: ¡eso nos recordaba el Cristo Pantocrátor!

Evenepoel ha querido dar batalla, si le hubiesen dado una bici de ciclocross se hubiera chupado hasta Scala dei Turchi para mandarle una postal a Van der Poel. Ha gastado mucho y ganado relativamente poco, y encima con la mofa de haber faltado el canto de un duro para vestir la maglia rosa. ¿Ha hecho bien? ¿Ha hecho mal? ¡Quién sabe! Nos ayudará la tradición sícula. Aquí los mayores repiten un antiguo refrán: cu mancia fa muddichi, «quien come hace migas». Y Remco hoy tenía hambre, y mucha.

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Este maillot será firmado por el ganador de la etapa y subastado por beneficencia al final del Senzagiro. Design hecho por Fergus Niland, director creativo de Santini Cycling Wear, y dibujado por el ilustrador Osvaldo Casanova

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