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Como en la escena de Wenders donde Emit Flesti —el tiempo mismo, si lo lees al revés— ralentiza el reloj para que el destino se cumpla. Hay un globo rosa volando. Pero nadie sabe por qué. Son las 16:53 de un domingo a finales de mayo que permanecerá en la historia. Sin embargo, todo empezó mucho antes: noventa minutos, como el título de una canción de Salmo.

Esa misma es la que martillea las orejas de Filippo ‘Top’ Ganna, mientras se calienta en los rodillos con los cascos puestos. Trabajó también ayer, Pippo: fenómeno mundial de persecución en pista, que en este Giro, como en otras ocasiones, ha hecho de gregario de lujo para su capitán Carapaz. Siempre ha sido así. Si eres una locomotora potente, tiras al resto del tren mientras tengas. Sin quejarse. Sin lamentarte. Siendo grato porque la vida te ha concedido hacer lo que realmente soñabas de niño. Mientras que todos se entrenan en ecuaciones complejas, para entender quién podrá ganar o perder, en el filo de los segundos, este Giro que —hasta hace 36 horas— ya parecía terminado, Pippo está tranquilo. Ha hecho sus cálculos. Porque una contrarreloj siempre es algo matemático, pero hoy aún más. Porque no hay margen de error en una fracción llana de solo 16 kilómetros y un soplo. Se va desde Cernusco sul Naviglio hasta Milán. Ahí donde el Giro nació, en 1909, y donde —también hoy— vuelve. La línea de meta está en Piazza del Duomo: escenario espectacular para un público global. Sin embargo, a muchos les habría gustado verlo llegar al Velódromo Vigorelli, que ha vuelto a vivir después de muchos años de olvido. Pasará en el futuro. Quizá. Esperemos.

En todo esto, Ganna —que de velódromos sabe bastante— no piensa, mientras baja de la rampa y empieza a romper la inercia del 58 que ha decidido montar: un riesgo, después de la fatiga de ayer y con un cielo tan incierto que luego acaso empieza a llover. Pero es un riesgo deliberado. Pase lo que pase, esta tarde se va directos a casa, a Vignone, sin pensar más en que el Giro es bonito, aunque haga daño. Victor Campenaerts, poseedor del récord de la hora, está sentado desde hace tiempo en el trono de la mejor prestación de la jornada. Ha convertido en potencia toda la ira acumulada en tres semanas atormentadas por pinchazos y fallos mecánicos. Ha parado el cronómetro poco antes de los 18 minutos: inalcanzable. Parece. Igual no. Porque Pippo, en la marca de via Rizzoli, pasa con solo 5 segundos de retraso. Y, como un jabato que ha decidido atacar, sigue triturando ese infernal 58. Serán casi 470 watt de media, estimados en vivo. Es mucho para ser el último día de cole.

Se deja atrás los vientos, ‘Top’ Ganna; como un Maverick con pedales que ha decidido subvertir las reglas del juego. Cuando vuela por Largo Augusto, ya está virtualmente en la cabeza de la clasificación de la jornada. Quién sabe qué le dicen por radio, desde el coche de equipo. Pero a él no le interesa, porque todavía resuena en sus oídos la canción de Salmo: «Frate’, non è che non sento. È che proprio non capisco un ca**o di quel che m’hai detto»( «Hermano, no es que no oiga. Es que no entiendo una mi***a de lo que me has dicho»). Y así llega a la Piazza del Duomo en 17 minutos y 38 segundos. Excava un surco y se pone a esperar, con la cara de un niño que ha hecho una de las suyas. Nadie lo hará mejor que él. Primer triunfo de etapa en el Giro de Italia. Aplausos. Noventa minutos de aplausos. Después, es como asistir a una larga procesión de hombres solos y rapidísimos, en bici. Una cuenta atrás de colores y sudores, hasta la hora de la verdad: la de Nibali, Yates y Carapaz. Los tres primeros de la clasificación general, encerrados en 15 segundos. Que son todo y nada, según cómo los miras y los cuentas: la descripción de un instante.

Parte Vincenzo. Fuerte. Mueve su 56 como si fuera una máquina del tiempo. Quitar el recuerdo de la crisis de ayer y volver a Budapest con la memoria para hallar las piernas. Ese es el plan. Y ya está a las puertas de Vimodrone, cuando Simon Yates baja de la rampa y empieza a pedalear. Empieza el gran juego de los cronómetros paralelos, ya que cada segundo cuenta de ahora en adelante. Y hay que controlarlos. Tres minutos después, se lanza Carapaz, de rosa. Y el juego se completa. Y se complica. Haría falta un satélite, ahora mismo, para enmarcarlos en el breve instante en el que pasan los tres zumbando, distanciados, a lo largo de la Padana Superiore. Porque parecen atados por una cuerda invisible, que no admite separación. Plan secuencia desde el espacio. Tres estrellas que brillan alineadas en la oscuridad inmensa del cosmos ciclista. Y luego abajo, en picado, a través de la atmósfera, hasta el detalle de las bielas. Haría falta una pieza de cinedestreza a la Kassovitz antes de que todo acabe. Vincenzo sabe que es sin duda el mejor, sobre el papel. Pero estamos en la carretera, tras 3.500 kilómetros y más. Y también se sabe que una crisis como la de ayer la recuperas, pero no la superas en una sola noche. No te puedes inventar nada en una prueba que es la «competición de la verdad», como diría Gianni Mura. Cuando pasan por la marca de calle Rizzoli, el cronómetro es despiadado: Carapaz empieza a perder segundos, pero Yates los gana.

La carrera sigue, corriendo con el tiempo —no contra— con la esperanza de que pueda ser más clemente contigo de lo que será con los demás. Esfuerzo y determinación y velocidad y desesperación. Darlo todo y acabar ya. Nibali se precipita al Duomo, cruza la meta y se desploma sin fuerzas. Menos de un minuto más que Ganna. Buen resultado. Pero podría no bastar. El reloj digital del patrocinador marca las 16:53 y, mientras Vincenzo toma aliento, las revelaciones oficiosas dicen que Carapaz agita la bandera blanca. Yates, en cambio, va como una flecha en Porta Venezia.

Hay un globo rosa volando por el cielo, cruzando la carretera. Es poético. Lo admiran todos. Después, de golpe, está también la niña que lo ha perdido. Sale del público, eludiendo los controles, y empieza a perseguirlo con el brazo hacia arriba. Parece una versión animada de Banksy. Una versión dramática porque, si sabes de ciclismo, sus dinámicas y sus trayectorias, sabes que está a punto de acabar muy mal. Pero es aquí que todo se ralentiza y Emit Flesti —el tiempo mismo— decide los destinos del Giro. Mientras que empuja su 56 como si no hubiera un mañana, obnubilado por el esfuerzo, Yates entiende la situación. Se acuerda de haber sido un gran pistard. Evalúa. Reflexiona. Calcula. Todo esto en en una fracción de segundo que parece toda una vida. Y que la vale. Después Simon se tira hacia la derecha, violento, como si quisiera subir a los balaustres, y encuentra la fuerza para acelerar de nuevo. Y de nuevo. Pasa entre la niña y las barreras de contención como si fuera un relámpago beneficioso. Un ráfaga liberatoria que restituye al público el derecho de alegrarse.

Vuela hacia la victoria de su primer Giro de Italia, Simon Yates. Nueve segundos mejor que Nibali. El margen más reducido en la historia de la competición. Tan lejos, tan cerca. Emit Flesti sonrie, indescifrable. El globo rosa vuela alto por el cielo sobre Milán. Hacia Bergamo. Siempre hay esperanza.

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Este maillot será firmado por el ganador de la etapa y subastado por beneficencia al final del Senzagiro. Design hecho por Fergus Niland, director creativo de Santini Cycling Wear, y dibujado por el ilustrador Massimiliano Marzucco.

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