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¿Qué son veintitrés centésimas de segundo? Nada. Pero hay diferencias entre recordar y arrepentirse, celebrar y maldecir, festejar y explicarse, entrar en la historia y salir de la geografía, es decir, entre ganar y perder. Porque, aunque es verdad que en el ciclismo solo uno gana y nadie pierde, es aún más cierto que acercarse a la victoria con veintitrés centésimas de segundo —admitámoslo, algo menos que un abrir y cerrar de ojos— la vives más como una derrota, una derrota incluso intolerable. Esta vez Vincenzo Nibali ganó y Tom Dumoulin se explicó. Los 8 km y 600 m en el corazón de Pest y después en el de Buda han sido taquicárdicos, no tanto por una cuestión de potencia, como podría suceder con los vatios de las motocicletas, sino en el sentido de las ondas de emoción.

La contrarreloj es siempre como aquellos exámenes de selectividad que se hacían una vez, cuando se tenían que estudiar todos los programas de todas las asignaturas de los años de instituto, incluyendo asignaturas como latín y griego. Algo que te hace perder el sueño antes y te provoca las pesadillas después. Organización, preparación, reconocimiento, estrés, presión. Menos cinco, cuatro, tres, dos, uno. Y al final solos con ellos mismos y contra sí mismos y, también, contra los demás. En esta apnea hipnótica no se hace caso al comienzo en la plaza de los Héroes, no se admira el camino sobre el puente de las Cadenas, no se tocan con la mirada los baños Széchenyi, no se descubre el castillo de Buda, no se recuerda que hace 102 ediciones el «preparados, listos, !ya!» se produjo a las 2 y 53 minutos de la noche (o de la mañana: aquella es la hora de nadie) para una etapa de 397 kilómetros ni que la victoria sonrió a un corredor romano (Dario Beni) que cuatro días antes estaba en Roma y llegó en bici al punto de partida en Milán, pedaleando entre Cassia y Emilia para calentar las piernas —como se dice en el ambiente. Más bien, en una contrarreloj de este calibre no se piensa. Porque los pensamientos suponen un freno.

Y, así, Nibali. Quizás tampoco él lo habría dicho. Seco, muy afilado, rodado. Ojos negros y profundos, tan profundos como los surcos de las arrugas, y con la barba de un día. Un corsario sarraceno. Con treinta y cinco años y medio sabe que jamás puede perder una oportunidad, que no puede hacer prisioneros, que o todo o todo, porque ya ha coleccionado algunos nada. Lo que ha sorprendido ha sido su comienzo, no como hombre experto, capitán de su equipo, sino como secundario, a mitad de los 176 corredores que han rodado a los pies del Memorial del Milenio. Ha sido su suerte, o mejor su felicidad: gracias a ello ha logrado anticipar aquellas cuatros gotas de lluvia, pocas pero cargadas, pocas pero llenas, pocas pero fatales, que han aligerado el pedaleo de sus competidores.

«Me lo había comentado Mimmo —ha admitido Vincenzo, y Mimmo es su antiguo lugarteniente, y amigo de toda la vida, Domenico Pozzovivo—. Ya sabéis cómo es, un fanático de la meteorología. Cuando le he preguntado por el pronóstico del tiempo me ha aconsejado salir antes que los demás para evitar un posible chubasco». Y eso mismo ha pasado: Nibali ha corrido sin lluvia, que es casi como rodar en línea recta. Y en Budapest el Squalo —sí, sigue siendo el tiburón también sin agua— se ha llevado todo lo que había dejado antes: en Florencia, en los Mundiales de 2013, en Río, en los Juegos Olímpicos de 2016, cayendo al suelo y desvaneciéndose de la historia. Conociéndolos, Nibali y Dumoulin sabrán «competir —por decirlo con las palabras de Kipling— con Triunfo y Desastre y tratar por igual a ambos farsantes». En cuanto a Pozzovivo, además de la predicción del tiempo (atmosférico), ha acertado también la predicción de su tiempo (de la crono): tres segundos por kilómetro para un total de veinticinco, y la posición 30.

Él también, otro italiano, llegó primero, pero empezando desde el fondo de la clasificación: Mirco Maestri. Lo llaman el Pato Donald, porque —según él— «cuando era pequeño tenía mala estrella». Y sigue teniéndola también adía de hoy, con más de veintiocho años. Debido al sorteo ha corrido sin coche de equipo, asistido solo durante un cambio de rueda. Cuando ha pinchado, la primera rueda que ha montado no era la adecuada y el problema es que tampoco la segunda lo era. En ese momento Mirco debe haber pensado que el dios del ciclismo se había ido a tomarse un café. Por suerte la tercera rueda se ajustaba bien, pero lo que no se ajustaba tan bien a las expectativas ha sido su tiempo final: un minuto y medio de distancia con Nibali. Amén. A él no le importa el virtuoso maillot rosa, ni el negro (virtual), sino más bien el naranja de primer clasificado en las fugas. Hace un año coleccionó 650 kilómetros de aire, de viento, delante, por delante de todos. «Si no me quedo con un puesto en el panteón del ciclismo quiero por lo menos un puesto en el recuerdo de los aficionados». Que vivan las fugas, habría que suscribir y subrayar, aunque si le ha sucedido el llegar hasta el final —paradójico: quienes aguantan en las fugas hasta el final son los que se clasifican en cabeza— dos veces, en 2018 en Rodas y en el 2019 en China. ¿Cómo no incluir a Maestri, por apellido y por mérito propio, entre los favoritos?

Las veintitrés centésimas de ventaja de Nibali (y los noventa segundos de retraso de Maestri) son todo en un día que puede llegar a valer hasta una vida, pero son nada en tres semanas con 45.000 m de desnivel y, el anteúltimo día, escalando las cuatro agujas de una catedral gótica del ciclismo entre Francia e Italia. Los favoritos acumularon algunos segundos de retraso, separados pero unidos como las cuentas de un rosario. Ahora, la segunda etapa: los favoritos ceden paso a los velocistas.

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Este maillot será firmado por el ganador de la etapa y subastado por beneficencia al final del Senzagiro. Design hecho por Fergus Niland, director creativo de Santini Cycling Wear, y dibujado por el ilustrador Federico Tramonte.

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