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Entre el cielo y el mar se puede ajustar y reajustar, si tenemos suerte se puede olvidar. y parece que de nuevo la vida está hecha para ti. Y comienza mañana...

Hace algunos años, L’Aquila intentaba desplegar de nuevo sus alas al ritmo de una canción cantada por los “Artisti per l’Abruzzo”, un grupo de artistas italianos de primera categoría que cantaban para aliviar las heridas del terremoto. Cuando a los hoteles de la costa no se llegaba con el corazón ligwero de quien está de vacaciones, sino que eran lugares repletos de personas evacuadas de sus casas en ruina que huían de unas montañas que no dejaban de moverse. Piedra tras piedra, las manos fuertes de esta gente juntaron las piezas de las ruinas. Han rescatado una tierra que vuelve a subir a su bici y a pedalear y que hoy quiere celebrarlo. Es lo que espera su héroe: GIULIO ERES EL CORAZÓN DE LOS ABRUZOS, reza un cartel gigante que cuelga del balcón del Hotel Ambassador en el centro del paseo marítimo de Tortoreto. Así lo creen todos aquí, incluso las tórtolas que dan el nombre a esta ciudad y que ahora vuelan altas sobre la pancarta de meta después de haber perseguido a los corredores los últimos kilómetros que los separaban del antiguo pueblo que habitan desde hace siglos.

También lo cree el propio Giulio Ciccone, que rima con Vito Taccone, gloria nacional por estas latitudes, que le pasa el testigo y un legado macizo como el Gran Sasso. Estas calles, el corredor de los Abruzos del Trek, las conoce de memoria pero hoy no es suficiente. Pasa todo muy rápido cuando, a la estela del belga Thomas de Gante, Ciccone se lanza. No puede y no debe. Pero es un segundo. Un rayo que provoca un cortocircuito en el coche de apoyo, en los equilibrios y en las jerarquías de un equipo que manda el Giro con Vincenzo Nibali allí, delante, a 26’’ de su escudero. Pero Thomas y Giulio se miran y se entienden. Son de la misma pasta, tienen la misma manera, un toque romántico, de entender el ciclismo como un deporte en el que manda la pasión y en el que el coraje invita siempre a intentarlo, quita el miedo y silencia el crepitar de los transmisores. Un deporte en el que el ‘oficio’ no te aniquila en una rutina dorada y en el que el tiempo no es solo el de la crono o de las clasificaciones sino el tiempo que se persigue pedaleando miles de kilómetros volviendo a casa después de una carrera con un amigo tuyo.

Se pedalea entonces con la cabeza gacha, sin hacerse demasiadas preguntas, que funciona siempre. Casi siempre. Que es una regla no escrita para no perder el pedaleo llano, que de prisa se convierte en un pacto, quizás malvado, una alianza, una aventura loca que vivir del tirón sin respirar. Kilómetros que discurren veloces y regulares, porque tirar todo es cuestión de segundos. Es suficiente pararse a pensar, es suficiente una incomprensión, una duda, una indecisión y se vuelve a las entrañas de un grupo que persigue, a pocos segundos, boquiabierto como la ballena de Pinocho. Así que Giulio y Thomas, Thomas y Giulio, todavía Giulio y Thomas y Thomas y Giulio otra vez. Pareja perfecta, más amigos que rivales, sin pensar en la meta que llegará. Ya habrá tiempo para ajustar cuentas, pero ahora no. Sin embargo, desgraciadamente el tiempo llega. Las miradas se cruzan de nuevo, gracias por todo: «es la hora, buena suerte...». Thomas da un tirón a sus zapatillas y luego aprieta fuerte los puños en el manillar. Giulio hace lo mismo y junto a él parecen hacerlo los miles de habitantes de los Abruzos que están detrás de las barreras de viale Marconi. El conjunto de acordeones que está a los pies del escenario deja de tocar por un momento, algunos cruzan los dedos, otros se encomiendan a San Nicolás que es una autoridad por aquí aunque su basílica está unos kilómetros más lejos.

Es un esprint que ya no termina con el grupo que reaparece y que parece comérselos. Trescientos metros hombro con hombro, dándose con los codos, tocándose con los músculos que se endurecen estirándose todo lo posible esperando que un golpe de riñón sea suficiente para garantizarse la gloria, y ganar aquel medio milímetro que sería necesario para cerrar el círculo. Ciccone se va. En el Etna, hace algunos días, le había ido bien. Había llegado solo al volcán que le había recordado el Mortirolo. Aquí no es suficiente. Medio milímetro menos, medido con una foto que preferiría hacer a pedazos porque, es verdad que en el ciclismo nadie nunca pierde, pero aquí solo quería ganar y punto. Que después te vuelves loco y no duermes por la noche si piensas que tras 212 km y haber escalado 3.000 m de desnivel todo puede decidirse en un abrir y cerrar de ojos, con una foto de una réflex que fija dos ruedas che pasan por una línea blanca prácticamente en el mismo momento. Y el resto ya no cuenta nada. Ya no vale. Todo es inútil. Inútil haber dejado el alma en las rampas de Tricalle subiendo a Chieti, hasta casa, inútil haber arriesgado el cuello en la bajada de Colonnetta, inútiles los intentos de desafiar el mistral en el litoral de Silvi a Pineto hasta Giulianova. Todo absolutamente inútil.

Son igualmente inútiles las subidas y bajadas por la marina di Tortoreto hasta el casco antiguo, con una rampa interminable, que te corta el aliento hasta que te da náuseas, que te hace explotar los músculos. Que, cuando la completas, parece una ruta directa hacia el infierno y que, durante el verano, se convierte en un dulce subir para los turistas en busca de unas fotos con el Adriático de fondo, o de algún buen restaurante donde comer platos típicos de los abruzos como los arrosticini y el brodetto. Al fin y al cabo no es necesario. Porque donde vayas, donde te sientes, ahí donde estés, encontrarás a alguien que te acoja sin demasiada ammuina, es decir, sin problemas, y te sentirás como en casa. Es la magia de una tierra y de personas amables que hoy esperaban el Giro, pero aún más esperaban a su héroe. Giulio a medio milímetro de Thomas, hasta el último respiro, que es lo que más cuenta. Amén. Cambia poco o nada también para los que llegan un instante más tarde sin ganas de seguir esprintando y sin cambiarse el maillot. Todo sigue igual, como en aquella canción, «a la estela de los barcos después de la tormenta». Pero no hay ningún arcoiris en el horizonte: Vincenzo está negro como el betún.

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Este maillot será firmado por el ganador de la etapa y subastado por beneficencia al final del Senzagiro. Design hecho por Fergus Niland, director creativo de Santini Cycling Wear, y dibujado por el ilustrador Lucio Schiavon.

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